Tecnologías del cuerpo, la movilidad y la movilización
Hace unos cuantos años, una familia avecindada en Nanacatlán, Norte de Puebla, se vio forzada a emigrar a la Ciudad de México tras un brusco viraje de la política económica cafetalera. Como muchas familias, iban en busca de educación para los hijos y un mejor pasar para todos; pero, a diferencia de otras, ésta se componía de danzantes. Desde un tiempo atrás, habían retomado una tradición que les ubicaba en una función y cargo muy singular en su comunidad. La danza era parte de un encargo mediante el cual se estrechaban lazos con el pasado y se continuaba garantizando un porvenir junto a los cerros, los arroyos, la lluvia necesarísima y el mundo natural, del cual su civilización y lengua eran como puntadas en un bordado sostén del cosmos. Un cosmos que lentamente quebraba su orden ante el embate de la privatización del campo. Fueron echados de su tierra, pero las ligas con su comunidad continuaron afirmándose cada vez que la familia regresaba a celebrar las fiestas del santo patrono del pueblo: Santiago. Entre Nanacatlán y la Ciudad de México se entrecruzaban senderos y carreteras que no acercaban las demarcaciones, pero tampoco las alejaban; entre el pueblo y la ciudad, entre el capitalismo desaforado y el trabajo agrícola no hay cerca o lejos, lo que hay es una máquina de dominación en continua reproducción.
Tras la migración, encontraron trabajo y se las arreglaron para permanecer juntos a partir de la celebración de su oficio y vocación de danzantes. No permanecían juntos para danzar; más bien la danza los religaba a un espacio que era casa de familia y lugar de devoción por un mundo ordenado por la música. Con el tiempo no sólo se conservó la tradición de “Los Negros”, sino que por el camino se repobló, cargándose con nuevos significados. El nuevo camino de la existencia implicó acciones cuya repetición creó un tiempo otro. Repetición y a la vez irrepetibilidad de los cuerpos en movimiento, porque cada momento empeñado en la música es único y singular en el orden de las cosas y para el sostén de la vida imbricada. Reinvención de un tiempo otro, un tiempo de negritos danzantes, un tiempo de máscaras talladas de la madera de árboles caídos recogida durante el retorno al pueblo, un tiempo de música y de lengua practicada y renovada durante el aprendizaje de los pasos y gestos del cuerpo danzante. Y con ello la danza de Negros reactivó, desde las prácticas familiares, un espacio otro, una relación entre cuerpos que hizo brotar la tradición totonaca en uno de los rincones de Tlalpan, donde se habían aposentado. Por ende, la movilidad, la migración forzada por motivos económicos no llevó a la pérdida de la lengua sino a su reinstauración por la danza. Esta vez los jóvenes se dieron a la tarea de estudiar su lengua y aplicarla, a través de la música y la danza, para crear un modelo civilizatorio que los uniría más a Nanacatlán, en lugar de alejarlos.
Mediante técnicas sencillas Nanacatlán revivió en las danzas, con los atuendos, mediante las palabras y la música, y en la hechura de las máscaras y sus paliacates, una materialización de la memoria de las luchas por la identidad del tutunakú y por la potencia de los cuerpos reunidos. La técnica condujo la migración y extendió el territorio totonaco atravesando el Sur de la ciudad. Ejercicios, estrategias y tácticas que llevaban a propósitos de supervivencia comunitaria. Técnicas de movilización y de movilidad de los cuerpos juntos al son de la música. Las estrategias todas se organizaron para resistir los embates de los modos de subjetividad capitalistas y modernos; en lugar de perder la lengua por la convivencia en la ciudad y la escuela, el tutunakú resurgió y con él se configuraron saberes sobre el cuerpo y su relación con otros cuerpos naturales, animales y vivientes, con otros relatos de la memoria de los orígenes y de las luchas de antes y las actuales para exigir el respeto de usos y costumbres políticos y jurídicos. Ello ha tenido resultados inesperados. Lo que lleva a sobrevivir también se ha tornado la oportunidad para extender la lengua totonaca a través de su música, sus instrumentos musicales, sus máscaras de negros enseñados a niños de escuelas populares del sur de la ciudad. Los niños aprenden una lengua que parecía condenada a desaparecer, por amistad y no por obligación. No es la estructura de la interpelación sino la curiosidad práctica y el disfrute lo que sostiene la vida de esta lengua originaria en su subjetivación. A esas estrategias, a estas tecnologías les hemos llamado tecnologías de supervivencia y de movilidad.
El cambio, la movilización de nuevas experiencias posibilitó la educación comunitaria a los más jóvenes y afortunadamente no los cohibió en el uso de su lengua, que hoy se ve cooptando el mundo contemporáneo mediante sus cuerpos unidos en la danza.
Hoy para seguir vivos no dejan de danzar. Los Negros van a Nanacatlán; practican y aprenden en la casa de familia y últimamente han tomado la calle más próxima para ensayar y visibilizar sus modos comunitarios de ejercer la ciudadanía y los derechos humanos. Son modalidades propias, son tecnologías de la existencia que no distinguen entre el trabajo, el goce del estar juntos y la devoción por la memoria. Son tecnologías de la movilización de los cuerpos que cumplen volviendo vivibles los derechos a la calle, a la toma de la palabra y al goce del estar juntos danzando.