Sobre la metamorfosis tecnológica o de cómo sucumbir al engaño de la ninfa
Durante una plática casual con un hombre noruego que reside en México con su familia me dijo: “A mis hijos les encanta vivir en México aún cuando han tenido que hacer algunos cambios importantes; por ejemplo, en Noruega mi hija mayor, de 13 años, podía tomar la decisión de salir sola a la calle, usar su bicicleta, visitar a sus amigas, ir a la escuela, sin depender de nosotros o de un auto para llevarla. A su edad, ya podía tomar decisiones sobre su vida sin temores y con muy pocos riesgos.”
La inseguridad, el riesgo de muerte, las desapariciones de los que queremos y la violencia son nociones integradas en las estrategias de crianza y educación en México, en donde todos vivimos bajo estado de amenaza y riesgo permanentes. Según el informe de la Comisión Nacional de Derechos Humanos del 2018 (CNDH), niños, niñas y jóvenes son los grupos más vulnerables de ser víctimas de violencia, de delitos, problemas de salud, entre otros 1. Quiero pensar que ésta es una de las principales razones por las que la sociedad exige que, a cualquier costo, el Estado garantice a toda la población el tránsito seguro en espacios públicos. Porque, ¿qué sociedad con sano juicio se opondría a utilizar todos sus recursos para salvaguardar la integridad de la población, especialmente de sus niños, niñas y jóvenes?
Las tecnologías, como recurso de seguridad, se adhieren a la cotidianidad de la violencia, el riesgo, el miedo, la amenaza de muerte. Tecnologías como las armas, los sistemas de vigilancia, los cuerpos de seguridad, como la policía o el ejército, y la prisión se posicionan en la sociedad bajo una lógica de tecnologías disruptivas que contribuyen a la necesidad de protección y seguridad. La amenaza del riesgo latente y un futuro desdibujado por el miedo se materializan en tecnologías que, al igual que la hermosa ninfa Escila 2, se ven convertidas en un monstruo de seis cabezas por los deseos y las pasiones del hombre común. El resultado: la ilusión colectiva de reducción de riesgos y amenazas de violencia.
En México se ha construido un ethos tecnológico marcado por el delito y la violencia social. Se cree, sin importar si hay datos que muestran algo distinto que: 1) los sistemas de vigilancia reducen considerablemente el riesgo de ser víctimas de un delito; 2) la seguridad privada brindada por personas que rentan su cuerpo —con un salario mensual de apenas cinco mil pesos— como tecnología de protección o escudo son estrategias imprescindibles para resguardar el patrimonio familiar; 3) encerrar a los delincuentes garantiza la seguridad y tranquilidad de la sociedad; y 4) exhibir y circular imágenes de delitos, victimarios o víctimas de delitos en las redes sociales es una forma efectiva de denuncia y justicia social. Emociones como el miedo y el enojo justifican el uso de tecnologías cuyo fin es observar, vigilar y castigar. La única salida aparente es la vigilancia permanente, el encierro carcelario y, con mayor frecuencia, la justicia por propia mano.
Con un total de 267 centros penitenciarios, para finales del 2017 México contaba con una población de casi 190 mil personas en reclusión y con cupo para apenas 171 mil, población total dividida en 95 por ciento hombres y cinco por ciento mujeres3. En los últimos 10 años se ha registrado el mayor índice de sobrepoblación de los últimos 100 años, alcanzando un dramático 120%. Las condiciones de privación de la libertad varían según el tipo de centro, el presupuesto de la entidad, la incidencia y el tipo de delitos. Mientras que en los centros federales la administración del tiempo para un interno puede ser de 23/1; es decir, 23 horas de encierro en el dormitorio, estancia o celda por una de patio o área común, en varios centros estatales la población penitenciaria puede distribuir su tiempo de manera menos rigurosa dentro de los espacios asignados para ella. Los centros peor evaluados por la CNDH se encuentran en Tamaulipas mientras que los de mejor evaluación se encuentran en el estado de Guanajuato. No obstante la calificación promedio nacional de los centros es de apenas seis en una escala de 10. Los criterios de evaluación van desde condiciones dignas de encierro, calidad de la alimentación, servicios de salud, acceso a servicios educativos, respeto a las diversidades (en las que se insertan las poblaciones lésbica, gay, bisexual, transexual, transgénero, travesti e intersexual ‒LGBTTTI‒), así como cuidados especiales a personas con alguna discapacidad física o mental.
Por otro lado, la política penal de los últimos cuatro años, ha venido promoviendo y definiendo, a través de cambios en la ley penal, que la reinserción social es el proceso mediante el cual el Estado le restablece los derechos a las personas que han sido privadas de su libertad por haber cometido algún delito y, una vez concluida su sentencia o probada su inocencia, podrán reinsertarse en la sociedad bajo un marco de restablecimiento de sus derechos. Esta idea, aunque promisoria en el papel, pone en evidencia la realidad del caso mexicano, dado que las prisiones en México son mecanismos económicos, políticos y tecnológicos que inhiben o limitan el ejercicio de una serie de derechos fundamentales a las personas privadas de libertad. En apego a las leyes mexicanas, la comisión de un delito meritorio de una sentencia de cárcel sólo destituye dos derechos: la libertad y el derecho político, en el caso de los menores infractores, sólo es destituido el primero. Una persona en prisión sigue siendo sujeto de derechos y como tal debe ser tratada por el Estado, sin importar el tipo de delito cometido o la duración de su sentencia. Tal como advierte Luis P. Mora: “toda persona privada de libertad obtiene una serie de garantías y derechos derivados directamente de su especial sujeción a la Administración, como son, por ejemplo: el derecho a la alimentación, techo y cama; el derecho a comunicarse con sus familiares, así como el respeto a su integridad física, a la vida y a la salud” (Mora, 2001; 70).
Un aspecto relevante para entender la importancia de atender las condiciones y la vida dentro de las prisiones son los puentes o lazos invisibles establecidos entre la población viviendo en libertad y quienes viven en prisión. Dichos lazos no sólo representan simples encuentros humanos entre el encierro y la libertad. Son lazos que debilitan silenciosa y permanentemente el tejido social: hombres y mujeres atienden la crianza de sus hijos e hijas desde la prisión; niños y niñas enfrentados con el encierro de sus padres, abandonados en casas hogar o en la calle porque no cuentan con familiares para tutelarlos; amenazas de extorsión para garantizar que el familiar dentro de la prisión no sea agredido, denigrado o incluso asesinado; coerción por parte de grupos que controlan el interior de las prisiones para involucrarse o participar en actos delictivos dentro o desde la prisión, así como para consumir drogas o ejercer la prostitución de manera obligada, por mencionar sólo algunos.
En este contexto vale la pena revisar la exigencia social de reforzar los mecanismos de castigo o punitivos, exigencia convertida en agenda política por los gobiernos actuales. Esta tendencia se conoce como “populismo punitivo” la cual no sino un recurso político y demagógico utilizado por algunos servidores públicos para simular estrategias de seguridad y bienestar social, mediante el que se auto-eximen de la responsabilidad y obligación de resolver los problemas de seguridad. Desde esta óptica, el sistema penitenciario se vuelve el depositario tanto de la incompetencia política como del miedo colectivo. La prisión es la caja negra de un sistema de justicia en el que el suplicio se materializa como “la pena corporal, dolorosa, más o menos atroz”. En la prisión, el suplicio
[…] forma parte de un ritual. Es un elemento en la liturgia punitiva que responde a dos exigencias. Con relación a la víctima, debe ser señalado: está destinado, por la cicatriz que deja en el cuerpo o por la resonancia que lo acompaña, a volver infame a aquel que es su víctima; el propio suplicio, si bien tiene como función “purgar” el delito, no reconcilia; traza en torno o, mejor dicho, sobre el cuerpo mismo del condenado signos que no deben borrarse; […] Y, por parte de la justicia que lo impone, el suplicio debe ser resonante, y debe ser comprobado por todos, en cierto modo como su triunfo (Foucault, 2009; 43-44).
El populismo punitivo es condescendiente con un contexto social de delitos que horrorizan y a su vez contribuye a la consolidación de una voz colectiva que exige infligir suplicio a esas “bestias inhumanas” llamadas delincuentes. Para una colectividad temerosa, dolida y enojada por la violencia, el consenso social es: el sujeto infractor de un delito no debe ser tratado como persona, por el contrario, debe ser excluido de la sociedad y castigado severamente, debe sufrir, ser separado de la “gente buena”. Para este tipo de sociedad la prisión es, entonces, más que un recurso de justicia, una tecnología social para protegerla de “personas malas y peligrosas”, separa y divide con base en una visión reduccionista de la conducta humana. El problema con este reduccionismo moral de la conducta delictiva es que, en la práctica, promueve una visión estática y determinista del delito, omite la circunstancialidad, la criminogenia multifactorial y sus condiciones estructurales, elabora juicios morales en torno a las consecuencias del delito, no a sus causas.
Y es que entender las causas del delito es reconocer la responsabilidad de nuestras acciones y decisiones pasadas, aceptar las consecuencias de nuestra indiferencia colectiva, reconocernos en el otro quien ha sido capaz de cometer actos atroces que, desde nuestra posición y visión del mundo, pensamos nunca cometeríamos; es ver en lo humano un recurso natural de maldad. El populismo punitivo nos ha convencido de que la maldad sólo puede ser irracional y, por ello, el hombre “malo” o la mujer “mala” son vistos como bestias irracionales que deben ser castigadas, vivir el suplicio. En este escenario, el delito sólo puede ser visto como un acto irracional, porque hacer del delito una acción o problema racional es entenderlo, y uno no castiga un problema del cual entiende su origen o causa, lo resuelve. Es así como las expectativas racionales ante la violencia y el riesgo son depositadas en la tecnología de vigilancia y castigo y en su capacidad “infalible” de mostrar la realidad “tal cual es”. Esta tecnología se nos presenta como recurso de reconstrucción, reelaboración, reestructuración y deconstrucción del entorno pero nunca pone en cuestión nuestra visión de él. No queda nada de la ninfa Escila en ese monstruo de las seis cabezas que es la tecnología del castigo y la vigilancia, y aún así estamos contentos, satisfechos con su presencia, la celebramos, la adoramos, pedimos su permanencia en nuestra vida cotidiana; su monstruosa irracionalidad no nos asusta, por el contrario, alimentamos el mito sin tener conciencia colectiva de que, tarde o temprano, acabaremos siendo devorados por él.
Referencias
Foucault, Michel, (2009), Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. 2ª ed., Siglo XXI, México.
Mora, Luis Paulino, (2001) “Población penitenciaria y derechos humanos”, en Varios, Justicia penal y sobrepoblación penitenciaria. Respuestas posibles, Carranza, Elías (coord.), San José, Costa Rica.
1 http://informe.cndh.org.mx/menu.aspx?id=40071
2 Escila es un personaje de la mitología griega que, según Ovidio, pasó de ser una hermosa ninfa a un monstruo de 6 cabezas. La hechicera Circe, al saberse rechazada por Glauco quien profesaba amor a la ninfa, vertió una pócima mágica en las aguas donde nadaba ésta, con el paso del tiempo dejaría de ser un monstruo y acabaría convertida eternamente en roca.
3 Un infome detallado del sistema penitenciario puede consultarse en http://www.cdeunodc.inegi.org.mx/unodc/wp-content/uploads/2018/01/en_numeros2.pdf